Era una tarde cualquiera de
noviembre, regresaba a casa del trabajo, muy cansada, como siempre. Llegué a la
entrada y lo primero que vi fue un
arreglo de rosas blancas en la puerta con una enorme tarjeta que decía “lo
siento”. Al ver esto me transporté a unos años atrás.
Hacía unos tres años había
llegado al hospital con heridas profundas en ambas muñecas, inconsciente y con
muy poca sangre en las venas. El día veinticuatro de noviembre de 2007 decidí
experimentar con mi cuerpo de una forma poco saludable. Había tenido unos meses
muy difíciles, mis calificaciones eran pésimas, estaba desanimada, no
encontraba mi propósito en la vida, mis padres estaban desilusionados y mi
novio y yo recién habíamos terminado nuestra relación.
Recuerdo exactamente como ayer el
dolor que experimentaba mi alma y las pocas ganas que tenía de seguir adelante
con mi día a día, tanto así que al momento de hundir la navaja en mi piel ni siquiera
sentí un cosquilleo, sólo comencé a ver la sangre correr; el segundo corte
tampoco lo sentí, por lo que el tercero fue más profundo aún. Recuerdo el miedo
que tenía al ver el cuchillo penetrar cada vez más hondo dentro de mí y yo ser
incapaz de sentir rasguño alguno, el dolor emocional era tan fuerte que el físico era imperceptible. Sonaba en la radio en ese momento una canción
de despecho que canté a todo pulmón buscando salir un poco de la agonía.
Estaba sola en casa, por lo que
nadie se dio cuenta de lo que sucedía. Entré al baño, rompí un frasco de
perfume y con los vidrios restantes proseguí a herirme de nuevo, poco a poco se
me estaban yendo las fuerzas, ya había comenzado a perder la visión, hasta que luego
de unos minutos y varios cortes más, me desmayé y caí de bruces al lado de la
bañera.
Media hora después, mi tía llegó
a casa y me encontró tirada en el baño cubierta de sangre, de inmediato me
llevó al hospital. Ellos procedieron a limpiar y curar mis heridas y me
llevaron a una habitación para mantenerme en observación. Duré unas cuatro
horas inconsciente y al despertar vi a mi tía al lado de la cama, le rogué no
le contara nada a mis padres, pero ya era tarde, todos sabían de lo ocurrido.
Me fijé en la mesita que había a
su lado y visualicé un ramo de rosas blancas muy hermoso que tenía una tarjeta
que decía “Mejórate pronto” y al final de la misma decía “Lo siento mucho”, no
tenía firma, pero no hacía falta, reconocí las letras garabateadas, escritas a
prisa y con manos temblorosas (llenas de arrepentimiento me atrevería a decir),
eran las de él, al que parecía carcomerle la conciencia.
Pero no era su culpa, fui yo
quien tomó la estúpida y cobarde decisión; fui yo la egoísta que por pequeños
problemas tomó una dirección incorrecta. Sin embargo él entendía que era el
culpable porque nunca me había pasado por la cabeza la idea de mutilarme hasta
que en diferentes ocasiones lo encontré haciéndolo; una vez él me encontró a mí
y me detuvo en el intento. Otro día lo descubrí grabándose nuestras iniciales
en el brazo izquierdo con una navaja y con la sangre derramada dibujar un
corazón y entregármelo en señal de amor. Era claro que ya nuestra relación se
estaba volviendo enfermiza, Aaron y yo sólo nos hacíamos daño al estar juntos, y por esa y una que otra razón más fue que
decidimos separarnos.
A partir de ese día, cada
noviembre veinticuatro me llega a las seis de la tarde un arreglo de flores
blancas con una tarjeta que dice “lo siento”, sin firma. El tiempo ha pasado y
mis heridas ya han sanado, de hecho ya ni se notan las cicatrices, pero la
herida de él aún sigue abierta y no sé si algún día sanará…